El
viejo olmo crecía en un alcorque de la misma calle que tomaba cada
día para ir al colegio, sus ramas desnudas dejaban pasar los rayos
del sol para calentar en invierno y su frondosa copa daban sombra
refrescando la atmósfera en verano. Su ancho tronco, algo retorcido,
dejaba ver un amplio hueco que daba cobijo algún ave…., palomas
tal vez, aunque no lo recuerdo bien. El destino quiso que muchos años
después me mudara, precisamente, al bloque de pisos cuya entrada
custodiaba el viejo olmo. Una circunstancia que me permitió alcanzar
desde la ventana aquella copa que había conocido desde mi niñez.
Ramas
con hojas de un olmo
Imagen de Hans en Pixabay
Probablemente
ocupó el alcorque alrededor de los años 60 del siglo pasado, cuando
se procedió a completar la urbanización de una nueva extensión que
ampliaba la ciudad y que había comenzado décadas antes. Atrás
quedaron los huertos, aunque en parte y durante un tiempo, aquel
espacio
continuó
como tierra de labranza pero con un objetivo distinto, pues en esta
ocasión las nuevas plantas que se cultivaban tendrían una función
ornamental. Un recuerdo de aquella época es el Mercado de Abastos de
las Palmeritas, nombre que recibió porque fue allí donde se
cultivaban las palmeras, entre otras especies vegetales, que luego se
plantaron por el barrio.
Supongo
que como no hay que pedirle peras, en la actualidad el viejo olmo ya
no existe. Aquel hueco ahondó en su interior propagando la
putrefacción, la grafiosis
claramente visible como un mosaico transparente en sus hojas y
probablemente algún otro avatar que desconozco, precipitó el
epílogo del viejo olmo. Un final que me entristece, pero que como
Técnico considero inevitable. Como siempre digo, los árboles
urbanos deben convivir en la ciudad, algo que es muy diferente de
malvivir degradado con el consiguiente riesgo de una rama partida que
produzca daños que luego haya que lamentar.
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Los
olmos fueron muy populares como árboles de viario. Les abalaban una
serie de atributos en los inicios de las “ciudades
jardín”,
aquel primer intento de conciliar lo urbano con lo natural, como son
un rápido crecimiento y un poderoso sistema radicular adaptado al
sustrato fangoso de las orillas de los ríos. Además, también
influyó en su posición privilegiada como árbol callejero, el que
pueden llegar a crecer hasta una altura de 25 metros formando una
amplia copa que proporciona abundante sombra gracias a sus hojas
caducas aovadas y de
borde dentado. Sin embargo, la grafiosis
acabó con su hegemonía en las calles y fue sustituido por otras
especies arbóreas.
Para
que otros olmos (y
árboles)
no corran la misma suerte y acaben apeados hay que planificar antes
de plantar. Elegir especies resistentes a la grafiosis,
que las hay, ubicaciones que les permitan desarrollar su arquitectura
natural y evitar a toda costa podas severas que degraden al árbol.
Siguiendo buenas prácticas de arboricultura se evita los
desprendimientos espontáneos de ramas, las oquedades insanas y
conviviremos
con árboles
robustos que ante una situación excepcional climática puedan
resistir sin quebrarse. Una serie de cuidados que si se hubieran
realizado desde que el
viejo olmo era joven, quizás hubiera continuado siendo viejo
durante muchos años más.
Un
viejo olmo durante el invierno
Imagen de Hans en Pixabay
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